por Danilo Herrera Burton
El mediometraje documental “Mala Muerte” (2014) del realizador sanfelipeño Carlos Lertora, sobre el bar “Forcadipreca” de la ciudad de San Felipe, puede funcionar como un detonante del recuerdo para quienes hemos transitado por el valle de Aconcagua, en mi caso, aunque nunca estuve en este tradicional local, mantengo en la memoria aquellos lugares que como este bar son y fueron expresión de una forma de pasar el tiempo en la ciudad.
Recuerdo que cuando tuve permiso de moverme solo por la calles, regularmente los días sábado a la hora de almuerzo salía desde mi casa con dirección a la aduana de Los Andes donde trabajaba mi padre. En aquellas tardes me dedicaba a verlo ocuparse en las duras labores de carga y descarga de camiones. Cuando la jornada finalizaba cruzábamos frente a la aduana a comer y beber algo en una fuente de soda que atendía principalmente trabajadores de la aduana; era un lugar espacioso, con mesas de pool y un wurlitzer. Allí almorzamos alguna comida típica y los estibadores compartían después de la extenuante jornada algunas cervezas o cañas de vino, mientras yo tomaba alguna bebida o néctar en esas botellas de vidrio de 330 cc. En otras ocasiones el destino era “El Caribe”, un antiguo restaurante ubicado en la avenida Carlos Díaz. Allí se pasaba la tarde entre animadas charlas, música, viendo fútbol en la televisión o planificando el partido del fin de semana y por supuesto el asado posterior. En aquellos días cálidos del valle de Aconcagua, las tardes de viernes pasaban lento, entre aroma a cerveza, cigarro y completos, los comensales parecían ser siempre los mismos, apareciendo y desapareciendo en un ir y venir constante, aunque había también quienes daba la impresión de nunca haber salido de allí.
Dos de estos antiguos bares ya cerraron sus puertas, otros tantos en Los Andes han sufrido su mismo destino, tal vez producto de los cambios acelerados de nuestra economía local, que acicateada por la aparición de nuevas necesidades y el avance implacable de la “modernización urbana”, ha permitido que poco a poco esta parte de nuestro pasado se borre. He ahí que “Mala muerte” también funciona como un llamado de atención, pues afirma que en cada uno de estos espacios, en la cotidianidad del tránsito de sus parroquianos se desarrolla una forma de vida; llena de sonidos, aromas, imágenes, encuentros y que aunque anacrónica al modelo económico imperante, casi en una resistencia inconsciente al mercado se enfrenta a la desaparición y al olvido, desde lo que entiende Carlos Lertora como una “cultura del ocio” arraigada en la identidad de este lugar.
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