Por Michelle Covarrubias Laterra, investigadora de Enclave Aconcagua
Parto con advertir al lector que este texto comienza con un problema y probablemente estamos cansados de ellos. En la inquietud profesional de entender cuál es el deber de la gestión y mediación cultural en la época que vivimos, el trabajo de Michael Warner “Público, públicos y contrapúblicos” se tornó en un texto de cabecera para esta reflexión con tintes etnográficos. El aporte del autor es abandonar la división entre lo público y lo privado, para entenderlos como espacios corporales donde se vive lo político y donde se priva de ello. En su propuesta se logra entender que el “público” es una agrupación autoorganizada que dialoga con los discursos, que se crea al ser convocado e imaginado, como también a partir de vivir en un contexto (tiempo y espacio) y en el texto (mensajes previamente circulantes). En otras palabras, el aporte a la reflexión fue que crear públicos es crear espacios sociales.
Para explicar lo antes dicho los trasladaré a un recuerdo personal. Érase el 2014-2015 y, en las asambleas universitarias de una facultad de ciencias sociales, aún seguía debatiéndose sobre “¡cortemos Condell!”, “no, cortar Condell no afecta a nadie”. A la par de esas asambleas, se propagaban distintas formas de evadir el metro debido a las constantes alzas, algunas con mucho humor, otras más estratégicas. Así, durante el verano, un estudiante de ciencias políticas convoca a una concentración en la línea roja, para evadir de forma colectiva. Las que se realizaron en Baquedano y Salvador tuvieron una buena asistencia, pero la subida del precio del metro fue inevitable. Sin embargo, el mensaje de la evasión fue difundido por la prensa oficial, teniendo tanto detractores como afines, quienes comprendían que el acto de desobediencia era un método válido ante el abuso. Pasaron los años y estas actividades siguieron ocurriendo y ritualizándose.
Durante las primeras semanas de octubre del 2019, estudiantes secundarios convocaban a estos saltos de torniquete ante una subida de $30 en el metro de Santiago. Frente a las convocatorias unas cuantas estaciones fueron cerradas, pero la ciudad mantenía su funcionamiento en hora punta. Todo esto lo vi como cualquier público y residente del casco histórico de Santiago. Llegó el día viernes y con una amiga acordamos reunirnos a mediodía para almorzar, nos vimos en el metro Moneda, el cual no permitía la entrada y tenía un par de puertas abiertas para quienes se bajaban en esa estación. A medida que caminábamos y compartíamos, vimos grandes grupos de estudiantes temerarios que cruzaban las calles y avanzaban de metro en metro, viendo la posibilidad de entrar al cual estuviese abierto. Esto no sólo ocurría en el centro de Santiago, sino en casi todas las comunas de la metrópolis. Cercano a las 5 de la tarde, muchas personas se aglomeraban en torno al metro Plaza de Armas, que estaba cerrado para ingresar. Entre las voces de la multitud se escuchaba el dato de qué estaciones estaban aún abiertas y que Plaza de Armas se cerraría por completo.
Cada vez más personas que se reunían en las inmediaciones del metro o los paraderos de micro, comenzaban a hablar entre sí. Algunos nos preguntaban si conocíamos otra forma de llegar a Maipú, pero que no estuviese atestada o sus tarifas no fuesen irreales, como ocurría con las micros, Uber y los taxis. Entre medio escuchábamos frases como “los secundarios están luchando por nosotros, mínimo que no nos enojemos por no poder llegar a nuestras casas”. Con mi amiga, en nuestro fallido intento por devolverla a su casa, estuvimos cerca de una hora hablando con más personas en un paradero cercano a Estación Mapocho. Debatíamos en un espacio pensado para el anonimato, sabíamos la vida de los demás, sus asperezas, a la par que nos enterábamos de la represión de carabineros que hubo en algunas estaciones.
El metro de Santiago ya no estaba funcionando y era tiempo de abandonar la misión “retorno a Maipú”. Caminamos a mi departamento que se encontraba cerca, mientras escuchábamos cacerolazos cada vez más estridentes. La acción de desarticular Santiago había funcionado, la gente era un ser público, hablaba de lo que ocurría con otras personas en la calle, defendía puntos, era parte de un quiebre de la vida cotidiana. Lo que pudimos apreciar de ese alocado 18 de octubre, fue el acto revolucionario de generar públicos, grupos autoorganizados que respondieron a un mensaje que previamente circulaba, pero que fue puesto en el tiempo y espacio. Nadie fue ajeno a ese día
¿Y qué tiene que ver este fenómeno tan importante para la historia nacional reciente con la gestión cultural? Tomo las palabras de un gestor cultural argentino, Marcelo Guglielmino, donde el fin es “culturizar la democracia” y no sólo democratizar la cultura. Tema muy frecuente cuando hablamos de “acceso a la cultura”, a esa cultura cosificada, un producto de un oficio. ¿Cómo se culturiza la democracia? Reconozco que el debate eterno de las asambleas tenía una buena premisa, había un mensaje que era ritual, era parte de la circulación de una idea. Era un escritor individual dirigiéndose a un público que no podía percibir, pero a ratos, podía imaginar. Era el cultor haciendo su trabajo. Pero ese público autoorganizado no estaba tan inquieto por el discurso, ya que más que nada era un pilar que reconocíamos en nuestro paisaje. Está en un tiempo y espacio acotado, fotografiado, inmóvil.
La convocatoria a las evasiones masivas del 2014-2015 tomó parte de un mensaje circulante en un tiempo y espacio, pero la gestión de este evento mantuvo lo ceremonioso, como si fuese una obra teatral que incorpora a las audiencias y las hace partícipe. Mientras que el 18 de octubre leyó los mensajes circulantes, creó un discurso y fue mediado a la vista de todos y en todas partes, rompiendo así con la ceremonia. Generó públicos, autoorganización, desarticuló el cotidiano, hizo que la forma de pensar y vivir, el texto y contexto, fuese un momento y a la vez todo lo que sigue en la vida. Y eso, en su acto más álgido, sería culturizar la democracia.
Ahora, dos años más tarde, ese evento contagioso que se escuchaba en cacerolazos, en conversaciones en una calle, en las puertas cerradas de los metros, en las noticias de la televisión, en los post de redes sociales nos mantiene con ese deseo de movimiento. Ese sonido polifónico que se requiere para promover la participación, de quitarle la uniformidad a la monotonía, es el objetivo de la gestión cultural: la conexión de lo diverso y multisituado con un sueño para todo público. Hoy sabemos, en otros lugares de Chile, en el Valle del Aconcagua que “esto sí prendió”.