Por Raúl Crisóstomo
Es de tinieblas el devenir si las reflexiones que se construyen en torno a estos son basadas considerando un presente caótico y un pasado historiográficamente levantado. Es el desmoronamiento de lemas en eterna cuestión y el ascenso de la incredulidad los que unen la esfera de un sujeto que hoy podría redefinir -por un extenso espacio tiempo- una naturaleza propia y uniforme. Es el renacer de montajes y horrores como los descritos tan detalladamente por Caucoto y Salazar[1] los que, al instante, desdibujan la sonrisa de la caricatura preventiva, diluyen la función socializadora de la muchacha del 62 enmarcando en la dimensión del recuerdo la perversión de Olderock, y , evocan los conflictos propios de un funcionario policial de mediados del siglo XIX; sujetos envueltos en vicios que, desde hoy, vuelven a hacer uso de aquellos trajes sobrecargados con mantos de incertidumbre.
“Esto no es solo de ahora, es de siempre”[2].
En un inicio fueron gañanes, pescadores, mineros e inquilinos los que – según Vania Cárdenas [3]– durante el Chile del mil ochocientos ingresaron voluntariamente a las filas policiales en busca de un sueldo que les permitiera por lo menos sobrevivir durante un periodo, siendo considerados causantes del desprestigio de la policía -vista ésta como un receptáculo de todos aquellos que habían fracasado en otra actividad- y protagonistas de los debates que han latido desde los albores de su conformación .
De esto, Mackenna[4], cerca del 1870, pensó que, para corregir las faltas que proliferaban dentro de las fuerzas chilenas de orden, era oportuno y provechoso imitar las experiencias organizacionales de los países del norte de América y de Europa, para así, transformar al desbandado guardián en un símil del detective neoyorquino, del policeman londinense o del gendarme francés, quienes eran -según los propósitos políticos- referentes de un liderazgo y una autoridad clara y efectiva.
Pero de los vicios adjuntos a la policía decimonónica no solo fueron el alcohol, las riñas, los hurtos y otros, los que construyeron la primera silueta del sujeto policial. La intención de “situar al guardián en un nivel superior en relación al resto del pueblo, representó otro problema para la clase dirigente, no solo porque esta aspiración circulaba a contrapelo de las condiciones materiales en las que vivía y trabajaba este funcionario, sino también por la falta de reconocimiento y la aversión con la que el resto de la población miró al representante del orden”[5], los que, atribuidos de un poder superior “trataron al pueblo con modales bruscos…contribuyendo a formar el odio y el prejuicio que hasta hace algunos años se sentía por la institución policial”[6] , situación que, desde el dinamismo de los tiempos, mermó con el desarrollo de las labores sociales que más adelante se pondrían en marcha.
Sí, de pretensiones impensadas, dentro de esta inalterable figura de tiempo extenso una vidriosa referente pudo haber construido el vínculo del discurso. Las manos dadas a la infancia a mediados del siglo XX parecieran guardar sentido solo en los recuerdos de un grupo fugazmente formado y fugazmente desvanecido.
El hito de una policía superficialmente moderna transformó a las brigadieres de la generación del sesenta y dos en la concepción de un nuevo -o por lo menos complementario- sujeto policial, destinadas quizás a la colisión del setenta, donde pareciera ser que, de ellas, solo Ingrid y sus cerberos encajarían -una vez más- dentro de un periodo que daría a los bosquejos ya casi acabados e interrumpidos, las últimas pinceladas de tinta negra.
Es
por ello que, por sobre las funciones a desarrollar, la construcción del sujeto
policial ha sido el principal escollo que las policías chilenas han enfrentado
a lo largo de su historia, cuyo proceso -poco evolutivo- encontró, recién a
mediados del siglo XX -con la puesta en marcha de los planes de socorro a los
menores en situación irregular- una
postura que fuese cercana a la comunidad y no antagónica como lo fueron las
décadas anteriores a 1960 y posteriores a 1970, tiempos ya dichos que agregaron
sequedad de voz, distorsión en la mirada
y desequilibrio en las intenciones a los antes rostros inexistentes, para dar argumentos y bases presentes al retorno de los viejos
tiempos, al segundo episodio de la traición de Weibel y a la transición
constante del persecutor a bandido.
[1] Véase en “LA NOCHE DE LOS CORVOS”. El caso degollados y un verde manto de impunidad.
[2] Jorge Aguirre Hrepic.
[3] En Delincuentes, Policías y Justicias: América latina, siglos XIX y XX. Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2015, p.245
[4] Véase en “La policía de seguridad en las grandes ciudades modernas (Londres. -Paris. -Nueva York. -Santiago). Y la estadística criminal en Santiago durante los años 1873-1874. P.5
[5] Daniel Palma Alvarado, Delincuentes, Policías y Justicias: América latina, siglos XIX y XX. Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2015, p.245
[6] Vania Cárdenas Muñoz. El orden gañan. Historia social de la policía Valparaíso 1896-1920. Página 35